Este post empieza con una mujer de treinta años frente al rectilíneo e impasible carril azul de la piscina municipal, tratando de recuperar el aliento tras dejarse la piel en alcanzar cuatro largos, con las gafas de natación (¿cuántos años hará que estaban en el fondo de un cajón?) completamente empañadas, un bañador que poco tiene de deportivo y que debía pertenecer a alguien con una talla de sujetador del doble que usa ella o a ella misma en tiempos mejores… por la pinta que tiene, debió usarlo durante algún embarazo. “¿Qué sentido tendrá ir de una pared a otra de esta gigantesca bañera azul abriéndome paso por un medio tan inhóspito como es el agua?”, se pregunta.  Sí, lo habéis adivinado. Esa mujer de treinta años frente al impasible carril de la piscina municipal soy yo, recién inscrita en el gimnasio. “Ah sí…”, prosigue mi pensamiento: “La espalda, la dichosa espalda…”. Inspiración. Una brazada, otra, y otra, inspirar, expirar bajo el agua: “¿Me habré creído que me sobra el tiempo para poder permitirme estar aquí? ¿Cuándo voy a poner la lavadora? Aún hay que recoger la anterior… ¿Qué estoy haciendo?” “Tienes que hacer deporte, hay que muscular esta espalda, es la única solución”, dijo el traumatólogo. Venga, vamos. Otra brazada, otra. Inspirar. Expirar. Brazada. Ya no puedo más. Y el reloj avanza tan lentamente. Fuera hace un día radiante. Quizás puedo combinar dos deportes y correr un poquito y luego nadar. Al menos, así, podría coger un poco de color, mira que hace años que me paso los veranos blanquita blanquita…

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