En el fondo del armario de la cocina guardo un tesoro. Es una vieja cazuela de barro y dos cazuelitas. La cazuela era de mi abuela. Se la ve vieja, muy vieja, gastada, usada. Mi madre recuerda a mi abuela, su madre, haciendo sopas de pan con ajo. A ella, mi madre, nunca le gustaron. La imagino asomando la cabeza en la cocina, con dos trenzas, nariz arrugada y mohín en el gesto. Imagino cómo olía la cazuela en esos días. Ahora, huele a barro. Es extraño cocinar en barro. Es como cocinar sobre la tierra, tierra que contiene agua, tierra que quema sobre el fuego. Parece un ritual ancestral. Mis hijos dicen que es la marmita de la bruja. Me río, aunque en realidad, no se equivocan mucho.
Saco la cazuela de barro del fondo del armario para hacer sopa de cebolla en los días más fríos. O cuando hay que curar un buen resfriado. ¿Será por la tierra, por el agua, por el fuego?
Delantal de cuadros, cazuela de barro. Cortar, muy finita, la cebolla a la juliana. Un poquito de mantequilla en el fondo del recipiente. Rehogar hasta quedar transparente. Añadir un poco de harina. Después, caldo. No hace falta un gran caldo. De agua y pastilla. Después más. Hervir quince minutos. En las cazuelitas de servir, poner alguna rebanada de pan. Si puede ser, tostado, añado yo. Cascar un huevo en ellas. Verter el caldo hirviendo. Rallar queso encima y gratinar. Listo para comer.
Lo escribo de memoria. Pero cada vez que preparo sopa de cebolla, leo de nuevo la receta. Sigo al pie de la letra las instrucciones escritas por mi madre de su puño y letra. Una letra que salta entre las dobleces de un papel que también empieza a tener sus años. Para muchos, prácticamente ilegible. No para mí.
Cocinar en la cazuela de barro, me acerca a ella, a mi madre, y a la vez, a mi abuela. Lo hago cuando tengo frío, o cuando me encuentro mal. Lo hago en silencio. Sola. Y a conciencia.
Enciendo el fuego. Quema el barro. Preparo. Soy las tres, mi abuela, mi madre y yo, removiendo la misma cazuela. Las abrazo. Las escucho.
Después sirvo. Se tiene que tomar muy despacio porque está ardiendo. En la espera se hacen largos silencios. Regresa el tiempo robado por las prisas, el tiempo olvidado. Y poco a poco, sin estridencias, va saliendo aquello que quedó abandonado en lo más profundo, aquello que se intenta ignorar pero permanece. Y grita, y duele. Y así, entre un sorbo y el siguiente, en el bálsamo de los silencios, va sanando mi cuerpo y con él, también, mi corazón, de barro.
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